En
esta meditación subimos con María “a la montaña”, a la casa de
Elizabeth. Allí la Madre de Dios nos hablará directamente y en
primera persona con su cantico de alabanza, el Magnificat. Hoy el
sucesor de Pedro celebra los 50 años de su sacerdocio y el cántico
de la Virgen es la oración que más espontáneamente brota del
corazón en una ocasión parecida. Sera entonces una pequeña manera
de participar espiritualmente a su Jubileo.
Para entender el
Magnificat es preciso decir algo sobre el sentido y la función de
los canticos evangélicos en el Evangelio de la infancia de Lucas.
Estos himnos–el Benedictus, el Magnificat y el Nunc dimittis –
tienen la función de explicar pneumáticamente lo que sucede, es
decir, poner de relieve, con palabras, el sentido del acontecimiento,
confiriéndole la forma de una confesión de fe y de alabanza.
Indican el significado escondido del acontecimiento que debe ser
puesto de manifiesto.
Como tales son parte integrante de la
narración histórica; no constituyen un entreacto ni se trata de
pasajes separados, porque todo acontecimiento histórico está
constituido por dos elementos: por el hecho y por el significado del
hecho. Los cánticos introducen ya la liturgia en la historia. «La
liturgia cristiana —se ha escrito— tiene sus comienzos en los
himnos de la historia de la infancia» . En otras palabras, tenemos
en estos cánticos un embrión de la liturgia navideña. Realizan el
elemento esencial de la liturgia que es ser celebración festiva y
creyente del acontecimiento de salvación.
Muchos problemas
permaneces abiertos acerca estos cánticos, según los estudiosos:
los autores verdaderos, las fuentes, la estructura interna…
Afortunadamente, podemos prescindir de todos estos problemas críticos
y dejar que continúen siendo estudiados con provecho por aquellos
que se ocupan de este tipo de problemas. No debemos esperar a que se
resuelvan todos estos puntos oscuros para dejarnos edificar ya por
estos cánticos. No porque dichos problemas no sean importantes, sino
porque existe una certeza que relativiza todas esas incertezas: Lucas
ha acogido estos cánticos en su evangelio y la Iglesia ha acogido el
evangelio de Lucas en su canon. Estos cánticos son «palabra de
Dios», inspirada por el Espíritu Santo.
El Magníficat es de
María porque a ella lo ha «atribuido» el Espíritu Santo ¡y esto
hace que sea más «suyo» que si lo hubiese escrito materialmente de
su puño y letra! En efecto, no nos interesa tanto saber si el
Magníficat lo compuso María, cuanto saber si lo compuso por
inspiración del Espíritu Santo. Incluso si estuviéramos
segurísimos de que fue compuesto por María, el cántico no nos
interesaría por esta razón, sino porque en él habla el Espíritu
Santo.
Con estas premisas y con estos sentimientos, nos
acercamos ahora al primero de nuestros cánticos, el Magníficat,
considerándolo ante todo como cántico de María y luego como
cántico de la Iglesia y del alma.
El cántico de María
contiene una mirada nueva sobre Dios y sobre el mundo: en la primera
parte, que comprende los versículos 46-50, en consonancia con lo que
ha tenido lugar en ella, la mirada de María se dirige a Dios; en la
segunda parte, que comprende los restantes versículos, su mirada se
dirige al mundo y a la historia.
Una
nueva mirada sobre Dios
El
primer movimiento del Magníficat es hacia Dios; Dios tiene el
primado absoluto sobre todo. María no se demora en responder al
saludo de Isabel; no entra en diálogo con los hombres, sino con
Dios. Ella recoge su alma y la abisma en el infinito que es Dios. En
el Magníficat se ha «fijado» para siempre una experiencia de Dios
sin precedentes y sin comparaciones en la historia. Es el ejemplo más
sublime del lenguaje llamado numinoso. Se ha señalado que el hecho
de que la realidad divina se asome al horizonte de una criatura
produce, normalmente, dos sentimientos contrapuestos: uno de temor y
otro de amor. Dios se presenta como «el misterio tremendo y
fascinante», tremendo por su majestad y fascinante por su bondad.
Cuando la luz de Dios brilló por primera vez en el alma de Agustín
confiesa que «se estremeció de amor y de terror» y, más adelante,
dice también que el contacto con Dios le hacía «tiritar y arder»
a la vez .
Encontramos algo parecido en el cántico de María,
expresado de modo bíblico, a través de los títulos. Dios es visto
como «Adonai» (que dice mucho más que nuestro «Señor» con el
que se traduce), como «Dios», como «Podero¬so» y, sobre todo,
como Qãdōsh, «Santo»: ¡Su nombre es Santo! Una palabra que
envuelve todo de silencio estremecedor. Al mismo tiempo, sin embargo,
este Dios santo y poderoso, es visto, con infinita confianza, como
«mi Salvador», como realidad benévola, amable, como mi «propio»
Dios, como un Dios para la criatura. Es sobre todo la insistencia de
Maria sobre la misericordia de Dios (la única palabra repetida dos
veces en cantico!) que pone de relieve este aspecto de “fascinante”
benevolencia del Dios bíblico. “Su misericordia de generación en
generación”: estas palabras sugieren la idea de una rivera
majestuosa que recurre a través de toda la historia humana.
El
conocimiento de Dios provoca, por reacción y contraste, una nueva
percepción o conocimiento de uno mismo y del propio ser, que es el
verdadero. El yo no se capta más que delante de Dios. En presencia
de Dios, pues, la criatura se conoce finalmente a sí misma en la
verdad. Y vemos que así sucede también en el Magníficat. María se
siente «mirada» por Dios, entra ella misma en esa mirada, se ve
como la ve Dios. ¿Y cómo se ve a sí misma bajo esta luz divina?
Como «pequeña» («humildad» aquí significa real pequeñez y
bajeza, ¡no a la virtud de la humildad!) y como «sierva». Se
percibe como una pequeña nada a la que Dios se ha dignado mirar.
Maria no atribuye la elección divina a su humildad sino únicamente
a la gracia de Dios. Pensar diversamente sería destruir la humildad
de la Virgen pues la humildad tiene un estatuto muy particular: la
posee quien no cree poseerla; no la posee quien cree poseerla.
De
este reconocimiento de Dios, de sí y de la verdad se li¬bera la
alegría y el júbilo: «Mi espíritu se alegra…». Alegría
incontenible de la verdad, alegría por el obrar divino, alegría de
la alabanza pura y gratuita. María glorifica a Dios en sí mismo,
aunque lo glorifique por aquello que ha obrado en ella, es decir, a
partir de la propia experiencia, como ha¬cen todos los grandes
orantes de la Biblia. El júbilo de María es el júbilo escatológico
por el obrar definitivo de Dios y es el júbilo de la criatura que se
siente amada por el Creador, al servicio del Santo, del amor, de la
belleza, de la eternidad. Es la plenitud de la alegría. San
Buenaventura, que tenía experiencia direc¬ta de los efectos
transformantes de la visita de Dios al alma, habla de la venida del
Espíritu Santo a María, en el momento de la Anunciación, como de
un fuego que la inflama por completo:
«Descendió en ella
—escribe— el Espíritu Santo como un fuego divino que inflamó su
mente y santificó su carne, confiriéndole una pureza perfectísima…
¡Ojalá fueras capaz de sentir, en alguna medida, cuál y qué
grande fue el incendio bajado del cielo, cuál el refrigerio
causado…! ¡Si pudieras oír el canto jubiloso de la Virgen…!» .
Incluso la exégesis científica más rigurosa y exigente se da
cuenta de que aquí nos encontramos ante palabras que no se pueden
comprender con los medios normales del análisis filológico, y
confiesa: «Quien lee estas líneas, está llamado a compartir el
júbilo; sólo la comunidad concelebrante de los creyentes en Cristo
y de sus fieles está a la altura de estos textos» .
Es un
hablar «en el Espíritu» que no se puede comprender sino en el
Espíritu.
Una
nueva mirada sobre el mundo
El
Magníficat —decía— se compone de dos partes. En el paso de la
primera a la segunda parte, lo que cambia no es ni el medio expresivo
ni el tono; desde este punto de vista, el cántico es un continuo
fluir que no presenta cesuras; continúa la serie de verbos en pasado
que narran lo que Dios ha obrado, o mejor, «ha comenzado a hacer».
Lo que cambia es sólo el ámbito del obrar de Dios: de las cosas que
ha realizado «en ella», se pasa a observar las cosas que ha
realizado en el mundo y en la historia. Se consideran los efectos de
la manifestación definitiva de Dios, sus reflejos sobre la humanidad
y sobre la historia. Aquí observamos una segunda característica de
la sabiduría evangélica que consiste en unir a la embriaguez del
contacto con Dios la sobriedad en la forma de mirar el mundo, y en
conciliar entre sí el mayor éxtasis y abandono en relación con
Dios, con el mayor realismo crítico en relación con la historia y
con los hombres.
Con una serie de potentes verbos en aoristo,
María describe, a partir del versículo 51, un vuelco y un cambio
radical de las partes entre los hombres: Derribó-exaltó;
colmó-despidió sin nada. Un giro repentino e irreversible, porque
es obra de Dios que no cambia ni vuelve atrás, como hacen, en
cambio, los hombres en sus asuntos. En este cambio emergen dos
categorías de personas: por una parte la categoría de los
soberbios-potentes-ricos; por otra, la categoría de los
humildes-hambrientos.
Es importante que comprendamos en qué
consiste dicho vuelco y dónde se produce, porque, de lo contrario,
existe el riesgo de malin¬terpretar todo el cántico y con él las
bienaventuranzas evangélicas que están anticipadas aquí, casi con
las mismas palabras. Observemos la historia: ¿qué ha ocurrido, de
hecho, cuando ha empezado a realizarse el acontecimiento cantado por
María? ¿Acaso ha habido una revolución social y visible a los ojos
de todos por la que, de repente, los ricos se han empobrecido y los
hambrientos saciados de alimento? ¿Ha habido, acaso, una
distribución más justa de los bienes entre las clases? No. ¿Acaso
los potentes han sido derribados materialmente de sus tronos y los
humildes ensalzados? No. Herodes continuó siendo llamado «el
Grande» y María y José tuvieron que huir a Egipto por su
causa.
Así pues, si lo que se esperaba era un cambio social y
visible, la historia se ha encargado de desmentirlo totalmente.
Entonces, ¿dónde ha sucedido ese cambio radical? (¡Porque lo
cierto es que éste ha ocurrido!). ¡Ha tenido lugar en la fe! El
reino de Dios se ha manifestado y esto ha provocado una revolución
silenciosa, pero radical. Como si se hubiera descubierto un bien que,
de golpe, devaluara la moneda corriente. El rico aparece como un
hombre que ha ahorrado una ingente suma de dinero, pero durante la
noche ha habido una devaluación del cien por cien y al levantarse
por la mañana era un pobre miserable. Por el contrario, los pobres y
los hambrientos, tienen ventaja porque están más dispuestos a
acoger la nueva realidad, no temen el cambio; tienen el corazón
preparado. El cambio radical cantado por María es del mismo tipo
—decía— que el proclamado por Jesús en las bienaventuranzas y
en la parábola del rico epulón.
María habla de riqueza y
pobreza a partir de Dios; una vez más, habla coram Deo, toma como
medida a Dios, no al hombre. Establece el criterio «definitivo»,
escatológico. Decir, pues, que se trata de un cambio que ha tenido
lugar «en la fe», no significa decir que es menos real y radical,
menos serio, sino que lo es infinitamente más. Esto no es un dibujo
creado por la ola en la arena del mar y que es borrado por la ola
siguiente. Se trata de una riqueza eterna y de una pobreza igualmente
eterna.
El
Magníficat, escuela de evangelización
San
Ireneo, comentando la Anunciación, dice que «María, llena de
júbilo, gritó proféticamente en nombre de la Iglesia: “Proclama
mi alma la grandeza del Señor”…» . María es como la voz
solista que entona en primer lugar un aria que después debe ser
repetida por el coro. Esto quiere decir la expresión «María es
figura de la Iglesia» (typus ecclesiae), usada por los padres y
acogida por el Concilio Vaticano II . Decir que María es «figura de
la Iglesia» significa decir que es su personificación, la
representación en forma sensible de una realidad espiritual;
significa decir que es modelo de la Iglesia. Ella es figura de la
Iglesia también en el sentido de que en su persona se realiza, desde
el principio y de manera perfecta, la idea de Iglesia; que ella
constituye, bajo la cabeza que es Cristo, su miembro principal y su
primicia.
Pero ¿qué quiere decir aquí «Iglesia» y en lugar
de qué Iglesia dice Ireneo que María entona el Magníficat? No en
lugar de la Iglesia de nombre, sino de la Iglesia real; es decir, no
de la Iglesia en abs¬tracto, sino de la Iglesia concreta, de las
personas y de las almas que componen la Iglesia. El Magníficat no es
sólo para recitarlo, sino para vivirlo, para que cada uno de
nosotros lo haga propio; es «nuestro» cántico. Cuando decimos:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor», ese «mi» hay que
tomarlo en sentido directo, no como una cita. «Que en todos esté
—escribe san Ambrosio— el alma de María para glorificar al
Señor; que en todos esté el espíritu de María para alegrarse en
Dios… Porque si según la carne no hay más que una madre de
Cristo, según la fe, todas las almas generan a Cristo; en efecto,
cada una acoge en sí al Verbo de Dios» .
A la luz de estos
principios, tratemos ahora de aplicar el cántico de María a
nosotros mismos —a la Iglesia y a cada alma—, viendo qué debemos
hacer para «asemejamos» a María no sólo en las palabras, sino
también en los hechos
En la segunda parte, allí donde María
proclama ese cambio radical de los potentes y de los soberbios, el
Magníficat recuerda a la Iglesia cuál es el anuncio esencial que
debe proclamar al mundo. Le enseña a ser también ella «profética».
La Iglesia vive y realiza el cántico de la Virgen cuando repite con
María: ¡Derribó a los potentados, despidió a los ricos sin nada!;
y lo repite con fe, distinguiendo este anuncio del resto de
pronunciamientos que también tiene derecho a hacer en materia de
justicia, de paz y de orden social, en cuanto intérprete cualificada
de la ley natural y depositaria del mandamiento de Cristo del amor
fraterno.
Si las dos perspectivas son distintas, no están, sin
embargo, separadas ni carecen de influjo recíproco. Por el
contrario, el anuncio de fe de lo que Dios ha hecho en la historia de
la salvación (que es la perspectiva en la que se sitúa el
Magníficat) se convierte en la mejor indicación de lo que el hombre
debe hacer, a su vez, en la propia historia humana; y, más aún, de
lo que la Iglesia misma tiene la tarea de realizar, en virtud de la
caridad que debe tener también hacia el rico, de cara a su
salvación. Más que una «incitación a derribar a los poderosos de
sus tronos para ensalzar a los humildes», el Magníficat es una
saludable admonición dirigida a los ricos y a los poderosos acerca
del tremendo peligro que corren, igual que en las intenciones de
Jesús lo será la parábola del rico epulón.
El modo en que el
Magníficat afronta el problema no es el único, hoy tan sentido, de
riqueza y pobreza, hambre y saciedad; hay también otros modos
legítimos que parten de la historia y no de la fe, y a los cuales,
justamente, los cristianos ofrecen su apoyo y la Iglesia su
discernimiento. Pero este modo evangélico es el que la Iglesia debe
pro¬clamar siempre y a todos como su mandato específico y con el
que debe sostener el esfuerzo común de todos los hombres de buena
vo¬luntad. Es universalmente válido y siempre actual. Si como
hipótesis (¡remota, por desgracia!) se dieran un tiempo y un lugar
en el que ya no hubieran injusticias y desigualdades sociales entre
los hombres, sino que todos fueran ricos y estuvieran saciados, no
por esto la Iglesia debería cesar de proclamar, con Mana, que Dios
despide a los ricos con las manos vacías. Más aún, allí debería
proclamarlo con mayor fuerza todavía. El Magníficat es actual en
los países ricos, no menos que en los países del tercer
mundo.
Existen planos y aspectos de la realidad que no se captan
a primera vista, sino sólo con el auxilio de una luz especial: con
rayos infrarrojos o con rayos ultravioletas. La imagen obtenida con
esta luz especial es muy distinta y sorprendente para quien está
acostumbrado a ver ese mismo panorama con luz natural. La Iglesia
posee, gracias a la palabra de Dios, una imagen distinta de la
realidad del mundo, la única definitiva, porque se obtiene con la
luz de Dios y porque es la misma que Dios tiene. La Iglesia no puede
ocultar dicha imagen. Es más, debe difundirla sin cansarse nunca,
darla a conocer a los hombres, porque va en ella su propio destino
eterno. Es la imagen que quedará al final, cuando haya pasado «la
imagen de este mundo». Darla a conocer, a veces, con palabras
sencillas, directas y proféticas, como las de María, como se dicen
las cosas de las que se está íntima y firmemente persuadido. Y
esto, a costa de parecer ingenua y fuera del mundo, frente a la
opinión dominante y al espíritu del tiempo.
El Apocalipsis nos
da un ejemplo de este lenguaje profético, directo y valiente, en el
que la verdad divina se contrapone a la opinión humana: «Tú dices»
(y este «tú» puede ser una persona concreta o una sociedad
entera): «Soy rico, me he enriquecido; nada me falta». Y no te das
cuenta de que tú eres un desgraciado, digno de compasión, pobre,
ciego y desnudo» (Ap 3,17). En una célebre fábula de Andersen, se
habla de un rey al que unos timadores hacen creer que existía una
tela maravillosa que tenía la propiedad de hacerse invisible a los
ojos de los estúpidos y necios, y visible sólo a los sabios. Él el
primero, naturalmente, no la ve, pero tiene miedo de decirlo, por
temor a pasar por uno de esos necios y así hacen también todos sus
ministros y el resto del pueblo. El rey desfila por las calles sin
nada encima, pero todos, para no delatarse, fingen admirar su
bellísimo vestido, hasta que se oye la vocecilla de un niño que
grita entre la multitud: ¡«Pero si el rey está des¬nudo!»,
rompiendo el encanto, y todos, finalmente, tienen el valor de admitir
que aquel famoso vestido no existe.
La Iglesia debe ser como la
vocecilla de aquel niño, que se dirige a ese mundo que está
orgu-lloso de sus propias riquezas y que induce a considerar necio y
estúpido a quien demuestra que no creer en ellas, repitiendo con las
palabras del Apocalipsis: «¡No te das cuenta de que estás
desnudo!» Vemos aquí cómo María, en el Magníficat, «habla
proféticamente para la Iglesia»: ella, en primer lugar, partiendo
de Dios, ha pues al descubierto la gran pobreza de la riqueza de este
mundo. El Magnificat justifica en pleno el título de “Estrella de
la evangelización” que san Pablo VI atribuye a la Virgen en su
carta “Evangelii nuntiandi”.
l
Magnificat, escuela de conversión
No
obstante, sería malinterpretar completamente esta parte del
Magníficat que habla de los soberbios y de los humildes, de los
ricos y de los hambrientos, si la re¬legáramos sólo al ámbito de
las cosas que la Iglesia y el creyente deben predicar en el mundo.
Aquí no se trata de algo que se debe sólo predicar, sino de algo
que se debe, ante todo, practicar. María puede proclamar la
bienaventuranza de los humildes y de los pobres, porque ella misma
está entre los humildes y los pobres. El cambio radical manifestado
por ella debe suceder ante todo en la intimidad de quien repite el
Magníficat y ora con él. Dios —dice María— dispersó a los
soberbios «en su propio corazón». De golpe, el discurso es
trasladado de afuera hacia dentro; de las discusiones teológicas en
las que todos tienen razón, a los pensamientos del corazón, en
donde todos nos equivocamos. El hombre que vive «para sí mismo»,
cuyo Dios no es el Señor, sino el propio «yo», es un hombre que se
ha construido un trono y se sienta en él dictando leyes a los demás.
Ahora bien Dios —dice María— derriba a éstos de sus tronos;
pone en evidencia su noverdad e injusticia. Existe un mundo interior,
hecho de pensamientos, voluntad, deseos y pasiones, del cual —dice
Santiago— provienen las guerras y las contiendas, las injusticias y
los abusos que hay entre nosotros (cf. Sant 4,1) y hasta que nadie
empiece a sanear esta raíz, nada cambiará verdaderamente en el
mundo, y si algo cambia es para reproducir, en breve, la misma
situación anterior.
¡Cómo nos toca de cerca el cántico de
María, cómo nos escruta a fondo y cómo pone de verdad «el hacha
en la raíz». Qué estupidez e incoherencia sería la mía, si cada
día, en las Vísperas, repitiera, con María, que Dios «ha
derribado a los poderosos de sus tronos» y mientras continuara
anhelando el poder, un puesto más alto, una promoción humana, un
progreso profesional y perdiera la paz si tardara en llegar; si cada
día proclamara con María que Dios «ha rechazado a los ricos con
las manos vacías» y entre tanto anhelase sin descanso enriquecerme
y poseer cada vez más cosas y cosas más refinadas; si prefiriera
estar con las manos vacías delante Dios, antes que tener las manos
vacías ante el mundo, vacías de los bienes de Dios, en lugar de
vacías de los bienes de este mundo. Qué estupidez sería la mía si
continuara repitiendo con María que Dios «mira a los humildes»,
que se acerca a ellos, mientras mantiene a distancia a los soberbios
y a los ricos de todo, y después yo fuera de los que hacen
exactamente lo contrario.
«Todos los días —escribe Lutero
comentando el Magníficat— debemos constatar que cada uno se
esfuerza por elevarse por en¬cima de sí mismo, a una posición de
honor, de poder, de riqueza, de dominio, a una vida acomodada y a
todo aquello que es grande y soberbio. Y cualquiera quiere estar con
dichas personas, corre tras ellas, les sirve con gusto, cualquiera
desea participar de su grandeza… Nadie quiere mirar hacia abajo,
donde hay pobreza, oprobio, necesidad, aflicción y angustia; más
aún, todos apartan la vista ante una condición semejante.
Normalmente se evita a este tipo de personas, se las esquiva, se las
deja solas, nadie piensa en ayudarlas, ni en asistirlas o en hacer
que también ellas puedan llegar a ser algo: deben permanecer debajo
y ser despreciadas».
Dios —dice María— hace lo contrario
de esto: mantiene a distancia a los soberbios y eleva hasta sí a los
humildes y pequeños; está más a gusto con los hambrientos y
necesitados que le importunan con sus súplicas y peticiones que con
los ricos y saciados que no tienen necesidad de él ni le piden nada.
Al obrar de este modo, María nos exhorta, con dulzura materna, a
imitar a Dios, a hacer nuestra su opción. Nos enseña los caminos de
Dios. El Magníficat es verdaderamente una escuela maravillosa de
sabiduría evangélica. Una escuela de conversión continua.
Por
la comunión de los santos en el cuerpo místico, todo este inmenso
patrimonio se une ahora al Magníficat. Es bueno rezarlo así, en
coro, con todos los orantes de la Iglesia. Dios lo escucha así. Para
entrar en este coro que trasciende los siglos, basta con que nosotros
tratemos de presentar de nuevo ante Dios los sentimientos y elevación
de María que fue la primera en entonarlo «en nombre de la Iglesia»,
de los doctores que lo comentaron, de los artistas que lo
musicalizaron con fe, de los piadosos y de los humildes de corazón
que lo vivieron. Gracias a este maravilloso cántico, María continúa
glorificando al Señor durante todas las generaciones; su voz, como
la de un corifeo, sostiene y arrastra a la de la Iglesia.
Un
orante del salterio invita a todos a unirse a él, diciendo: «Alabad
al Señor conmigo» (Sal 34,4). María repite a sus hijos las mismas
palabras. Si puedo atreverme a interpretar sus sentimientos, pienso
que también el Santo Padre, en el día de su Jubileo sacerdotal, nos
dirige la misma invitación: “!Alabad al Señor conmigo! Y nosotros
prometemos de hacerlo.
Traducción de Pablo Cervera Barranco
1.H.
SCHÜRMANN, Das Lukasevangelium, I (Friburgo i. B. 1982).
2.Cf.
S. AGUSTÍN, Confesiones, VII, 16; XI, 9.
3.S. BUENAVENTURA,
Lignum vitae, I, 3: trad. esp. Obras Completas (BAC, Madrid
1949).
4.H. SCHÜRMANN, O.c.
5.SAN IRENEO, Adv. Haer., III,
10, 2: SCh 211,118.
6.Lumen gentium, 63.
7.S. AMBROSIO, In
Luc., II, 26: CCL, 14,42.
P. Raniero Cantalamessa
13 diciembre 2019

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